EDUARDO RAMÍREZ VILLAMIZAR
URDIDOR DE TIEMPOS
OCTUBRE 22 – NOVIEMBRE 19 | 2022
Los cien años del nacimiento de Eduardo Ramírez Villamizar (Pamplona, 27 de agosto de 1922 – Bogotá, 24 de agosto de 2004) se celebran en un ambiente que valora con razones renovadas la reflexión y los planteamientos a los que el artista dedicó su vida.
La obra de Ramírez Villamizar edificó un espacio en el que se encontraron, con estimables aciertos, comprensiones provenientes de mundos y de lugares históricos diversos. Entre ellos se cuentan las lecciones de la naturaleza en sus dimensiones microscópicas y astronómicas, el gusto por la particular forma barroca que le legó la conquista al territorio americano, el afecto por la arquitectura y por los oficios, un conocimiento meticuloso de las posibilidades del dibujo y de la pintura académica, la admiración por la estética y la sapiencia sofisticada de los pueblos prehispánicos y también muy variados horizontes de la comprensión de mundo que procesó el proyecto moderno en Europa, en Estados Unidos y en América Latina. Estos fueron territorios que el artista conoció, habitó y en los que fue aclamado y premiado como uno de los colosos de la escultura moderna en América.
La temprana vocación abstracta del artista se nutrió y se pronunció primero en su lugar de origen (Pamplona, Norte de Santander), en donde su padre trabajó como orfebre de la plata y en donde sintió la primera fuerza inspiradora frente el retablo dorado de la catedral del municipio. Esa obra puede entenderse como el primer filtro cultural colombiano y americano con el que Ramírez Villamizar observó a la arquitectura y a las artes visuales en los incontables recorridos en los que procuró educación y entrenamiento para su trayectoria como artista. El artista viajó por muchas ciudades y poblaciones, vivió en Bogotá, París, Nueva York y por un corto período en Río de Janeiro. En cada lugar atravesó esferas conceptuales diferentes que, aunque en muchos casos podrían percibirse como contradictorias, en las consideraciones y articulaciones efectuadas por el artista alumbran congruencias dicientes. Esta destreza magistral del artista para reunir cuestiones distantes en forma adecuada, representa una guía para las profundas divergencias que en el mundo contemporáneo están conminadas a generar diálogos conciliatorios y operativos a fin de actuar por la urgente revitalización del planeta.
Eduardo Ramírez Villamizar se propuso descifrar con seriedad la sabiduría terrestre y cósmica de los pueblos ancestrales de América frente a las interpretaciones nacidas y maduradas en capítulos y territorios variados de la faena humana. Se dispuso a que entre tanto ahondaba en estos temas él y su obra fueran transformados por un legado trascendente y eminentemente orgánico y ecológico, legado del que precisa el regreso a la tierra y la reconexión con el sentido de la existencia. Cuando se refería a la experiencia de estar frente al acervo custodiado por el Museo del Oro de Colombia o entre la dimensión monumental de tesoros arquitectónicos como Machu Picchu o Tenochtitlán, el artista solía resaltar el impacto espiritual que ocasionaba la contemplación de estas joyas creadas por la inteligencia y la sensibilidad humana.
Su conmoción frente a esas herencias creció mientras más las observó y de esa manera, influido también por la lectura de Nietzche, abandonó el mundo de las creencias religiosas, particularmente el de las católicas que adoptó de su cultura y familia. En los últimos años de vida, Eduardo Ramírez Villamizar se declaró ateo, lo que de ninguna manera significa que su aproximación espiritual a la existencia se hubiera reducido. Por el contrario, se intensificó. En el proceso en el que el artista apartó de su visión de lo real la intermediación ideológica, profundizó su sensibilidad ante las manifestaciones de la vida, ante la inmensidad y ante la infinitud que acoge su obra, en la que aún en los pequeños formatos palpita la intensión monumental.
Eduardo Ramírez Villamizar fue hijo de un tiempo en que el espacio cósmico se abrió ambiciosamente cuando las naves que salieron de la tierra hicieron realidad los sueños de los poetas creadores de visitas y ocupaciones fantásticas a la Luna y a otros astros. Esto también hizo que el encantamiento del artista con las precisiones admirables de los grandes astrónomos de la América ancestral fuera siempre en aumento. La misma admiración por la cultura y por el paisaje de América alimentó su cercanía hacia la propuesta de futuristas de orden mayúsculo como Oscar Niemeyer. La gracia del movimiento de Brasil contaminó su trabajo y sus ideas y le dio nuevas herramientas a su sentido de pertenencia como ser americano.
Finalmente, el artista reconoció que el movimiento llevaba implícita la desaparición de la forma misma, y decidió permitir que parte del trabajo lo constituyera la oxidación y la degradación del material. Esa comprensión lo marcó de tal manera que no volvió a trabajar con materiales distintos al hierro desnudo. Su voluntad en las dos últimas décadas de trabajo fue que sus creaciones en este material volverían como polvo a la misma tierra de donde procedían para permitirles participar en los tiempos que él no vería en la creación de materialidades distintas.
El profundo convencimiento del artista en la importancia que tiene la sofisticación de la inteligencia lo convirtió en un defensor del patrimonio que ha representado la belleza y la grandeza en este mundo. A su municipio natal le donó el Museo que lleva su nombre, en el que se preserva además de un inmueble digno de estudio, un cuerpo significativo de su obra.
María A. Iovino M.
OBRAS