La obra de Nadín Ospina ha estado siempre enfocada al análisis de los matices culturales de su tiempo. Desde el entorno latinoamericano, la confluencia de culturas y su singular devenir histórico, el artista plantea una propuesta reflexiva y crítica de este contexto, no exenta de elementos emocionales, dramáticos o paródicos. Ospina se ha referido a su obra como un “autorretrato social”, y en este sentido su trabajo está permeado de la inestabilidad de un entorno en crisis, en que confluyen tradiciones vernáculas e influencias mediáticas que ponen de manifiesto tensiones políticas, económicas y culturales. Sus piezas de cerámica, piedra, bronce y resina son un referente icónico del arte contemporáneo de América Latina.
TEXTOS
Del catálogo de la exposición «Los críticos y el arte de os 90’s»
MUSEO DE ARTE MODERNO DE MEDELLÍN | MAYO 1990
Aunque tiende a pensarse lo contrario, no existen relaciones entre la crítica de arte y el vaticinio del futuro. La primera se basa en realizaciones concretas, e ideas presentadas visualmente y evaluadas e interpretadas por estudiosos y diletantes, mientras que el segundo es producto de ilusiones, sueños y auspicios que son la especialidad de nigromantes y vates. Además, la creatividad es por definición impredecible. Pero hay valores en la producción de algunos artistas jóvenes que permiten cierta seguridad en su permanencia. Trabajos como los de Luis Luna, Consuelo Gómez, Carlos E. Serrano, Maria Fernanda Cardoso, Luis Stand y Nadín Ospina, los cuales, habiendo cado buena prueba de sensibilidad y talento, incitan al crítico a pensaren un desarrollo de conquistas y sorpresas, y por ende, a penetrar un poco en el resbaladizo terreno de los augurios.
La obra de Nadín Ospina, por ejemplo, ha constituido una ruptura, un cambio, una apertura a nuevas áreas tanto para la pintura como para la escultura colombiana. Corno pintura no solo ha abandonado el bastidor y los formatos tradicionales, sino que ha acogido un soporte tridimensional y que representa figuras reconocibles. Lejos de limitarse a los objetos manufacturados, sin embargo, Ospina construye sus figuras otorgándoles el tamaño, textura y características precisas para que actúen corno fundamento del color y corno apreciaciones personales. Algunas de sus obras son monocromas, pero la mayoría están cubiertas con numerosas colores chorreados y salpicados sobre un tono base, evidenciando objetivos gestuales y de espontaneidad.
En cuanto a la escultura Ospina ha retornado la figuración abandonada en el país desde mediados de siglo (si no se cuenta la estatuaria y uno que otro experimento interrumpido) para internarse en lo que se podría denominar “un expresionismo sui géneris”. No solo sus colores se a de la realidad y sus figuras aparecen fragmentadas con el ánimo acentuar determinadas reflexiones, sino que sus obras tienen cierto aire de piñata, pesebre o carnaval, conduciendo al espectador a un estado anímico-entre la conciencia y la inocencia, lo trascendental y lo festivo- en el cual operan mas efectivamente sus ideas.
Pero es más. El artista ha abandonado a menudo el concepto de la obra de a corno objeto único e integro, y se ha internado en el campo de las “instalaciones” depositando en la conjunción de varios elementos el sentido de sus piezas. Trabajos corno la serie de tapires negros (de reciente adquisición por el Museo de Perth, Australia) en la cual el humor se alinee con la ecología para producir una instalación entre acusadora y tierna, o corno la manada de ciervos (propuesta pare un parque en Ciudad Salitre, Bogotá) en la cual la historia se aúna con a diversión para producir un monumento que también es un comentario sobre la vida urbana, son dos ejemplos recientes de su inclinación por este tipo de obras.
Se podría argumentar también sobre el interés técnico del trabajo de Ospina quien ha pasado del modelado en “papier mache” al vaciado en poliéster, o se podría teorizar sobre la paradójica dualidad entre su proceso de producción, artesanal, y sus materiales industriales, para justificar su escogencia como uno de los artistas mas destacados de una década que apenas se inicia. Se podría así mismo citar que aparte de confrontar la figura humana sin miras académicas, Ospina ha representado objetos cotidianos al igual que numerosos escultores modernos, y que ha añadido sus tapires, guacamayas y ciervos al gran zoológico que conforma la escultura del siglo XX (de Brancusi, Pevsner y Picasso, a Julio González, los surrealistas y Calder), para demostrar su contemporaneidad o sus conocimientos de a historia del arte.
Pero lo más importante de su obra es que revela una firme voluntad de romper con todo convencionalismo y una actitud abierta independiente y libre, así como con una tendencia a probar y actuar intuitivamente y un gran interés en el misterio y frescura de la naturaleza. Su trabajo también pone de presente cierta conexión subterránea entre el arte de hoy y los símbolos de la prehistoria mítica, y de allí ese efecto entre mágico y simbólico que la caracteriza; efecto que me entusiasme y motiva especialmente como Critico de arte. Si a todo o anterior se añade que su obra se abre siempre en múltiples vías para su interpretación (como comentario, critica, ornamentación, llamado ecológico y señalamiento nacionalista por ejemplo), y si se tiene en cuenta su corta pero densa trayectoria, resulta apenas razonable augurarle a Nadín Ospina un futuro promisorio sin que por ello tenga el crítico que internarse en el inquietante reino de los auríspices y quiromantes.
EDUARDO SERRANO
Las obras de Nadín Ospina son el resultado del estado de tránsito e intercambio de ideas que caracteriza a nuestra época. Su carácter híbrido remite a las operaciones de resignificación que los individuos de sociedades periféricas hacen de los productos de la cultura hegemónica. Pone en evidencia el estado de constante redefinición en que se encuentran las culturas locales como consecuencia del auge de las redes de comunicación y de los intercambios económicos mundiales. Las propuestas de Nadín Ospina aluden a un concepto de lo latinoamericano —si es que éste alguna vez ha existido verdaderamente¹ en crisis; aluden a una realidad en negociación, en la que los mitos de una Arcadia prehispánica perdida se funden con la rutilante cultura transnacional del espectáculo. Las revisiones de las figuras de Colima, las parejas copulando de la cultura Tumaco o los guerreros aztecas, todos con sus orejitas de Mickey Mouse, perfilan un escenario en el que los sujetos —inmersos en campos de fuerzas en los que lo mundial y lo local se repelen y se atraen, a la vez— deben apropiarse de fragmentos de distintas procedencias para otorgar sentido a la realidad. Las obras mestizas de Ospina son consecuencia de un estado de cosas en el que los sujetos —incluidos los de los llamados países occidentales— deben otorgar un nuevo significado a productos transnacionales para hacerlos conciliables con su realidad más inmediata, la realidad local. Las propuestas del artista colombiano son la consecuencia de un mundo en el que todos hemos devenido el otro.
Las piezas no dejan de ofrecer un efecto paradójico, pues Nadín Ospina termina por convertir lo hegemónico en exótico: Iconos de la cultura occidental, como los personajes de Walt Disney o Matt Groening, son equiparados a las obras de los artistas anónimos de culturas primitivas, para adquirir así un carácter otro. En las obras de Ospina las coordenadas que definen el centro y la periferia pierden su sentido.
En última instancia, las propuestas de Nadín Ospina, con todo su exotismo pop, parodian la actitud frente a la creación periférica propia del capitalismo multicultural. La mundialización de la economía y la generalización de los intercambios ha traído consigo una aparente tolerancia frente a la diversidad; una tolerancia que, en realidad, no es tal. El capitalismo multicultural ofrece la fachada de respeto por lo distinto, en la que se celebra el mestizaje, la diversidad de usos culturales y la diferencia. Sin embargo, esta tolerancia tiene sus límites: la alteridad será aceptada e, incluso, celebrada, siempre y cuando no ponga en cuestión la economía de mercado, la democracia liberal y los valores éticos del capitalismo mundial. Al tiempo que se celebran las músicas mestizas, la comida exótica, las modas híbridas —que, en el fondo, otorgan un mayor vigor a la sociedad de consumo— se condenan los fundamentalismos políticos y religiosos, como el islamismo, que ponen en cuestión las estructuras políticas y económicas de Occidente. En este sentido afirma Slavoj Zizek: “el racismo posmoderno contemporáneo es el síntoma del capitalismo tardío multiculturalista, y echa luz sobre la contradicción propia del proyecto ideológico liberal-democrático. La «tolerancia» liberal excusa al otro folclórico, privado de su sustancia (como la multiplicidad de «comidas étnicas» en una megalópolis contemporánea), pero denuncia a cualquier otro «real» por su «fundamentalismo», dado que el núcleo de la otredad está en la regulación de su goce: El «otro real» es por definición «patriarcal», «violento», jamás es el otro de la sabiduría etérea y las costumbres encantadoras.”²
De forma paródica, las esculturas de Nadín Ospina aluden al exotismo que tanto ensalza el capitalismo tardío: el de una alteridad domesticada, que lejos de provocar temor, llega a causar cierta admiración. Es un exotismo deseable, despojado de su esencia, y que no pone en cuestión la preeminencia capitalismo y su ideología. Es una alteridad, que no genera conflictos, en la que todos, ya seamos morenos, negros o amarillos, nos parecemos enormemente a Mickey o a Bart Simpson.
EDUARDO PÉREZ SOLER
Barcelona, noviembre de 2000
¹ “En lo que se refiere concretamente a Latinoamérica, a nadie se le escapa que ya no existe unanimidad en cuanto a lo que representa este término. Mientras que, por un lado, algunos parecen darle prioridad a los países donde el castellano es la lengua oficial, otros destacan la influencia ibérica; es decir, de España y Portugal. Mientras muchos críticos culturales asocian con el término tanto a las poblaciones indígenas como a los centroamericanos, caribeños, a las poblaciones desplazadas o relocalizadas, a los africanos-americanos, chicanos y sudamericanos, entre quienes se incluyen tanto a los pueblos de lengua francesa como inglesa, otros discriminan o ignoran a los países de lengua inglesa y holandesa. Cualquiera que sea el caso, si los latinoamericanos tienen algo que los unifique no es desde luego una única cultura tradicional, ni una religión común, ni […] una lengua común, ni un entendimiento universal de la realidad y de la historia. Los latinoamericanos ni siquiera pertenecen a una raza común, de modo que la unanimidad de representaciones que con frecuencia se les atribuye es simplemente una fabricación cultural.” Octavio Zaya: “Transterritorial». En torno a los espacios de la identidad y de la diáspora” en José Jiménez y Francisco Castro Flórez (eds.): Horizontes del arte latinoamericano, Tecnos, 1999.
² Slavoj Zizek: “Multiculturalismo o la lógica cultural del capitalismo multinacional”, en Fredric Jameson y Slavoj Zizek: Estudios culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo, Buenos Aires, Paidós, 1998.
Bogotá es una ciudad que cuenta con pocos museos. Hay tres principalmente que intentan dar cobertura al patrimonio nacional para consolidar una imagen de identidad. El de mayor prestigio es el Museo del Oro que reúne los objetos y orfebrería precolombina en un despliegue de lujo con visos de joyería fina. Dentro de una construcción de finales de los cincuenta, en medio de la penumbra, pequeñas luces puntuales intentan escenificar y dramatizar un pasado espiritual glorioso. No es difícil pensar que el nexo cultural con ese pasado mítico y mitificado es un eslabón perdido en medio de la farsa política que ha derrumbado la cohesión cultural del país. Sin embargo, el intento del museo —el más visitado por turista escolares— es el de ser un espacio ceremonial contemporáneo que tiende a reconstruir o al menos a apropiarse de un pasado que permitiría acceder a un poco de dignidad espiritual.
En 1992, Germán Nadín Ospina ganó el premio mayor del Salón Nacional de Artistas Visuales, el certamen de mayor importancia de Colombia, con una obra titulada In paritibus infidelium (En tierras de infieles) que recreaba una instalación museal de objetos “precolombinos” imaginados Con formas “antiguas” nuevas, fabricados por indígenas contemporáneos y ambientados con muros pintados de selva y ruidos de chicharra. Era una parodia de la reconstrucción del pasado en el ambiente descontextualizador del museo que impone una mirada aséptica, estética y desnaturalizadora sobre objetos de función religiosa: el museo como espacio sacro escenifica una estilización del pasado precolombino e idealiza una coherencia histórica que oblitera los sangrientos episodios de la Conquista española. El museo establece una nueva gramática para los objetos: los articula dentro de un sistema valores que poco tienen que ver con su significación original y mucho con la necesidad de satisfacer las demandas de la simulación como única realidad posible. Es un medio para consolidar sofismas de identidad de pasados felices y futuros trazados sobre estas ficciones. En este juego de espejos de lo original y la apropiación; de lo contemporáneo y El Dorado—inventado para ser eternamente perdido—; de historia y ficción, de representación y simulación, se desenvuelve esta obra de Nadín Ospina. El arte se convierte en la opción postmoderna de configuración religiosa (del latín religare: volver a unir).
El recurso de la apropiación se convirtió en pieza de engranaje fundamental de la obra de Nadín Ospina en los años siguientes. A finales del 93 presenta una instalación titulada Fausto en una galería privada de Bogotá. Dice Baudrillard que es más humano “depositar nuestra suerte, nuestro deseo, nuestra voluntad en manos de alguien”, que es mejor ser “controlado por otro que por uno mismo. Es mejor ser oprimido, explotado, perseguido, manipulado por otro que por uno mismo”. Esto es lo que provoca Nadín Ospina cuando asume el rol de Mefistófeles. Negocia con Carlos Salas la adquisición de una de sus obras mayores, un “alma” titulada La anfibia ambigüedad del sentimiento (1989), calificada por un crítico colombiano como una obra maestra de los años ochenta nacionales. La obra es descuartizada por Ospina. Es decir, su ambición (Lina tela de 1.50 x 10 metros) fue fragmentada en módulos de formato doméstico y reinscrita dentro de los términos de sus propios códigos formales; ocho floreros de rosas blancas en el centro de la instalación —que en el texto de Goethe son las flores de la salvación—, coros celestiales y el eco reverberante de aplausos concluían la complicidad y la ironía. Con los aplausos bajaba un telón imaginario, la representación llegaba a su fin: las luces de la sala se apagaban.
Tanto el museo como la galería de arte se convierten en espacio teatral en la obra de Ospina. Hay una ambientación ambigua. La representación y la simulación están en escena porque el artista está desplazado de su protagonismo para convertirse en director-voyeurista detrás de bambalinas. Barthes (la muerte del autor), Duchamp (la apropiación del objeto de fabricación ajena) y Baudrillard (la simulación) parecen ser los mentores de la obra, En la Bienal de La Habana de 1994 Nadín Ospina presenta una
obra en la que la “precolombinización” de la identidad adquiere una nota de humor y perversión más literal. En medio de objetos cerámicos dotados de un lenguaje formal ‘precolombino’ incluye además, una serie de personajes extraída de los dibujos animados de los Simpson, traducida con el hieratismo, la frontalidad y la materialidad de piezas de la cultura agustiniana prehispánica. Los personajes se llaman Críticos bizarros y aluden socarronamente—como petite histoire—a una situación nacional donde los críticos no salen de moldes de vanidad y de mediocre poder en detrimento de la complicidad y del poder comunicativo. Sin embargo, más allá de situaciones parroquiales, las piezas parecen parodiar el discurso de ‘centro y periferia’ que tanto ha estimulado el debate contemporáneo. Los personajes de mass media se fijan dentro del molde ‘precolombino’ para convertirse en una especie de aleph borgiano donde convergen tiempos, situaciones, visiones de cultura y relaciones geopolíticas. La mediocridad de la clase media estadounidense es enaltecida tras la simulación formal de la sacralidad precolombina. El equivoco es un servilismo cultural que desvirtúa dignidades e identidades. Es parte de una transculturación propia de la hibridación actual: pero también, el desplazamiento de El Dorado a cualquier provincia del norte como única opción de paraíso. Esta pieza también deconstruye —tal como la instalación In partibus infidelium— ese intento de fijar coordenadas de presente a partir de un pasado cuyo nexo con la contemporaneidad es sólo una sospecha.
En medio de un debate crítico de multiculturalidad que busca salvar a toda costa un concepto más complejo de lo ‘americano’, la obra de Nadín Ospina desarticula todos los exotismos que han ambientado este discurso. Las piezas precolombinas de su invención representan hipopótamos, cocodrilos y tortugas africanas, es decir todo menos lo americano; es la invención mítica de lo americano. La carencia de un poder espiritual nutrió la necesidad de que el multiculturalismo tomara un espacio dentro de la cultura contemporánea —la necesidad de un retorno a las raíces cuyos protagonistas ya no son las culturas arcaicas, populares, de autores anónimos, como en épocas del cubismo, sino sofisticados artistas “periféricos”—y ha hecho que la ritualidad se haya convertido en fetiche cultural ideal para reivindicar y legitimar una diferencia cultural. Sin embargo, la obra de Nadín Ospina juega con estos nuevos prototipos de exotismo cultural. Burla el cuarto de hora de neoexotismo que el malentendido multiculturalismo le ha otorgado a los artistas, y sitúa algo que ha sido un fin de las estrategias artísticas de la postmodernidad periférica, en un medio para decir que la esquiva identidad es un proyecto político que está aún envuelto de dialécticas binarias (norte—sur; centro—periferia) y que admiten una deconstrucción mayor para explorar otras opciones dentro del programa artístico que el multiculturalismo ha abierto al arte contemporáneo latinoamericano.
El juego del Fausto precolombino de Nadín es no sólo el de apropiarse de las almas de otros (alfareros indígenas actuales, artistas contemporáneos), para hacer del acto de la apropiación un mecanismo de sobrevivencia artística que convierte el pillaje en una práctica cultural legítima, sino el de trasladar la noción de cultura, de identidad y de subalterno cultural en un camino aún por explorar: el humor, en esta obra, es un instrumento que abre una vía posible para encontrar un revés de las definiciones del momento.
CAROLINA PONCE DE LEÓN
Publicado en la Revista Poliester #11 Noviembre de 1995. México D. F.
La sala de reuniones de una multinacional. Por las ventanas se presiente la asepsia del espacio escandinavo. El presidente de la corporación se ocupa de que todo este a punto. El café está dispuesto en orondos termos que reposan sobre una repisa de acero inoxidable. Al lado de los recipientes se amontonan las tacitas de pálido azul de Royal Copenhague. Se avecina un conclave de los máximos rectores de la sociedad. Los consejeros, uno a uno, se hacen presentes. Un ujier trae un objeto escondido bajo un paño: tiene forma de catafalco. El presunto sarcófago yace en una bandeja de plata extirpada de las minas de México o de Bolivia. Hay un silencio de expectación. El joven descubre el enigma. Se trata, en efecto, de una caja de madera. El presidente, tras una breve perorata, la abre con delicadeza. Con el índice y el pulgar de la mano derecha empieza a sacar un surtido de esos muñecos hieráticos que, como salidos de un relato de Orwell, han hecho famoso el nombre de Lego. En esta ocasión, son algo distintos de lo que solían ser sus antepasados de resina sintética. Su aspecto, entre tenebroso y ocurrente, corresponde al de los actores del último producto de la serie Aventura, un perfeccionamiento del ya clásico ensamblaje dirigido a los niños, que recrea a través de los minúsculos engendros, y de las piezas que los acompañan, los albures de las regiones más peligrosas del mundo. La violencia, vista desde lejos, es cosa de juego. Con los personajes, la clientela infantil edificará los imaginarios propios de los superhombres de la Guerra de las Galaxias que sueñan con ser. La primera que aparece es la muerte con las costillas al aire. Enseguida, un terrateniente con sombrero tejano, y después unos cuantos guerrilleros. Algunos llevan una ametralladora atorada en los corvos que remedan las extremidades. Surge una mujer con cola de caballo; va vestida con un traje de tela de camuflaje. Después, sale el matón, mal encarado, sin afeitarse; lo distingue una cortadura en la mejilla; lleva consigo un machete. No podía faltar el secuestrado envuelto en un tejido de cadenas. Están todos. Cada figurilla pasa de mano en mano entre murmullos de aprobación. El juguete es santificado por el conglomerado de poderosos que, acaso sin darse cuenta, se ha enfrascado en depurar la filiación del público menudo. Los catálogos están listos. Lo propio ocurre con las cajas de colores llenas de piezas que rellenaran las jugueterías de Europa, o de la Quinta Avenida, o del centro Andino. Una vez más, como en las películas de Indiana Jones o en los escenarios de cartón de Disneylandia, se va forjando el arquetipo. El prejuicio, está vez con la propiedad irrebatible de tener un acento de candor, está a punto de asaltar las mentes de los pequeños de todo el orbe. Eso incluye a los niños de América Latina.
El relato anterior es una ficción, pero podría no serlo. El juguete existió, estuvo en las tiendas especializadas. Lo mismo ocurrió con los catálogos, de tirajes millonarios, que desaparecieron de súbito y que sugerían, en forma de historietas, las aventuras que cualquier crío podía reinventar con las piezas del perverso rompecabezas. La peligrosa, desgraciada y podrida América Latina, con sus prototipos, seguía en la mira de los autócratas de la industria. Las pirámides, las caricaturas de dioses de estirpe maya y los facinerosos con sus caras lúgubres, todos ellos de juguete, así lo demostraban. Algunos años después, uno de esos catálogos y uno de los juegos, sobrevivientes tal vez de un ataque tardío de conciencia, cayó en manos de Nadín Ospina. Esas piezas de una arqueología contemporánea, empezaron a inquietarlo: los bandidos del Lego danzaban en el universo de ídolos precolombinos con orejas de Mickey Mouse; de terracotas con la cara de Bart Simpson, de Chacmooles con la efigie de Tribilín; de pectorales Taironas con el rostro de Donald, o de figurillas de cerámica china, que constituyen los dioses del olimpo urticante construido por el artista, en una mezcla de parodia y melancolía, para poner de relieve la envergadura de ciertos influjos sobre aquellos iconos que concretan la tipificación. Las piezas hacían parte, con sus granadas desperdigadas y con sus matojos de amapola, con las mágnum automáticas, con los escorpiones de baquelita y con las serpientes pintarrajeadas de colores brillantes, de esa estirpe de prototipos recreados a menudo por los creativos de otras latitudes, en el plástico o en el celuloide, y difundidos por el poder de las grandes inversiones.
Poco a poco, los nuevos personajes se fueron aislando. La imaginación del artista les confirió la condición de ásperas fantasías con fuerza propia. El planteamiento crítico, a partir del estereotipo, fue tomando forma. Se hizo urgente poner de relieve un punto de vista, aún más punzante, sobre la identidad que, si bien había sido esbozado en la obra anterior, se enriquecía con un examen de índole antropológica de un preconcepto convertido en juguete. De nuevo, los mecanismos foráneos, las lecturas prejuiciosas de una realidad, intentaban inmiscuirse en los supuestos colectivos y en la esencia de una cultura que, a estas alturas, va camino de definirse como el fruto de un nuevo mestizaje donde lo extraño pareciera validar lo propio o, cuando menos, reforzarlo.
Los medios de expresión del nuevo discurso de Nadín, que bajo el nombre de COLOMBIA LAND retoma los senderos conceptuales ya enunciados y les da una dimensión aún más trágica, a través de una hipérbole manejada con enorme agudeza y de una metáfora de nuevo diseñada en el extranjero, no surgieron por casualidad: se hizo preciso retomar el lenguaje de la pintura, que también ha enriquecido ese universo de postulados ya manidos y de lugares comunes, y recrearlo con un sabor de pop art que, a la postre, también es importado, para hacer énfasis en una posición planteada a partir de la hipótesis de que así nos ven, porque así nos retratamos. Pero no se podía dejar de lado la instalación realizada con esa fauna de figuras corpóreas que constituyen el eje del Lego. El uso de una serie de lenguajes delata, con un sabor de sátira, no sólo la perfidia del juguete sino el entramado de que la realidad del país constituye un entorno que el quehacer artístico se encargado de hurgar como si con esa mirada, a menudo cómoda, se diera la redención; como si el repaso repetitivo de la tragedia consiguiera el exorcismo. Acaso también se trata de un juego de banalidades y de facilismos. También sobre esa circunstancia hay una posición de examinador que lleva al instante a la reflexión.
En un atisbo lleno de ironía sobre lo aciago de los prejuicios, reside la esencia de la exposición de los últimos trabajos de Nadín Ospina, que el Centro Cultural de la Universidad de Salamanca en Bogotá presenta con gran orgullo para finalizar las actividades de 2004.
FERNANDO TOLEDO