En su trabajo, el ejercicio de pintar corresponde a una necesidad de trazar territorios en la exploración de su litoral Pacífico, mapas que no son reales sino más bien soluciones pictóricas que exaltan los colores rojos del atardecer, el verde de la naturaleza y los azules de los ríos, como elementos compositivos. Sin embargo, Martínez le da una pista al espectador al incorporar pequeñas imágenes que marcan la idea de esa travesía que se está llevando a cabo en algún lugar del occidente colombiano
TEXTOS
La pintura en occidente, en términos generales, ha funcionado como un espejo, como la continuación del mundo que llamamos real. Desde el Renacimiento hasta el siglo XIX pareciera ser que toda la pintura estuviera subordinada a la idea del contínuo de espacio, con la perspectiva de punto de fuga como característica constructiva esencial y con la idea de cubo escénico, paralelo al mundo en que vivimos. La pintura siempre fue considerada como verdadera o real, o por lo menos esa era la pretensión de los artistas, que desde el sfumatto de Leonardo, pasando por las atmósferas y luces del barroco, hasta la representación de lo cotidiano, primero el ambiente aristocrático del Rococó y luego la cotidianidad de «a pie» del Realismo del XIX («Buenos días señor Courbet»), buscaron siempre una mejor forma de representar la apariencia de lo verosímil.
No obstante, nuestro mundo y la percepción del mismo han cambiado de manera radical en el último siglo. Los avances tecnológicos en torno a las imágenes, la fotografía, luego el cine, hasta la realidad virtual, no solo nos generan otras posibilidades de enfrentarnos y percibir el mundo sino que además nos han cambiado el estamento verdadero y real de nuestras imágenes. El simulacro mediático genera en nosotros percepciones e imágenes cada vez más distorsionadas de nuestro contexto. Vivimos en un mundo que es un relato o una imagen o las dos al tiempo. Es así como, la guerra, acompañante sempiterna de nuestra especie, es algo aparentemente muy distante que podemos apreciar como un espectáculo televisivo o virtual, así ocurra muy cerca de nosotros. La experiencia directa de los fenómenos se distancia cada vez más y en ese sentido, nuestra realidad es más una proyección de imágenes. Esto se evidencia, sobre todo, en el auge de parques temáticos, donde una serie de artefactos y experiencias se acumulan para que podamos acercarnos al sentir. Los niños de hoy deben ir al museo de historia natural o a la granja-parque para conocer animales que hace muy pocos años eran parte del entorno, o enfrentarse al mar y darse cuenta que mide más de 20 pulgadas. Es, de alguna manera, redescubrir el mundo a partir de espectáculos o artefactos.
Y sin embargo, frente a la televisión o el computador sentimos. Es un sentir mediado, melodramático, programado, informado. Así como en la caverna platónica, sentimos y vivimos a partir de las sombras, en la oscuridad, atados a nuestras cómodas sillas, testigos mudos del continuo desfile de espectros. Esta experiencia se opone al sentir en términos de lo sensitivo fenomenológico, a una experiencia plena, cargada de sensaciones de diferente índole, donde prima lo visual sobre los demás sentidos. Igualmente es una anestesia. Se distancia de la emoción estética, espiritual o anímica. De nuestro cuerpo mediado solo quedarán los ojos y alguna extensión necesaria para la mínima interacción con la máquina. Y del espíritu…
Más que expresar, los «Jardines» de José Horacio Martínez generan una realidad pictórica en términos de un código preciso, que se dispone en un orden preestablecido y que responde a los intereses conceptuales del artista, y que, a su vez, se relacionan con el mundo en que vivimos. Si bien recurre al acontecimiento pictórico y por lo tanto afecta a diferentes dimensiones del sentir, es precisamente este el que se pone en cuestión. Martínez nos arroja al jardín, como en un acto contrario al de la divinidad creadora. Como una especie de «Jardín de las delicias» invertido, los jardines de José Horacio Martínez funcionan como el otro lado del espejo, donde el mundo que planteamos real sería una imagen construida, un reflejo y en donde la superficie del lienzo sería la evidencia del plano real. La pintura adquiere el estamento de verdad o de realidad por ser un reducto de lo material, por establecerse como una estructura y un fenómeno objetivo (tanto como objeto físico, así como eje central del sentir y del pensar). La posibilidad de ver, de sentir, palpar los accidentes propios del azaroso acto de pintar se oponen sustancialmente a la virtualidad de nuestro mundo. La materia pictórica está allí. Deviene en sí misma y se enfrenta a nosotros, a lo hipervisible tecnológico, a lo seudosensible de nuestro mundo inmaterial. Se establece entonces un acto extraño, una confrontación entre aquello que llamamos realidad y aquello que creemos ficticio. Los jardines son la estructura ideal de un mundo imperfecto, de un mundo cargado de sensaciones, cargado de vitalidad. Nos plantean una posibilidad de aproximarnos a ese mundo, para la mayoría de nosotros, cada vez más extraño. Nos permiten salirnos de la anestesia, del sin sentir de nuestra cotidiana mediatizada, informatizada y rutinaria y sumergirnos en lo sensual, en lo lúdrico.
En estas obras, rigurosa y delicadamente pintadas, José Horacio Martínez nos plantea un juego en donde el agrado y la seducción tienen un papel prominente. Con ellas no solo nos introducimos en un mundo cargado de sensaciones y emociones, con lo cual penetramos a ese lugar mítico que nos recuerda el origen y la protección (el jardín de nuestra tradición judeo cristiana), que, luego, se convierte en el sitio del cortejo, el juego erótico y sexual (del barroco o el rococó) o, también, en el refugio propicio para la meditación, el retiro o la huída (el jardín romántico), sino que además, nos confrontan con nuestra existencia, en un encuentro entre lo perenne y efímero, entre lo superficial y lo profundo. Así como en «El público» el espectador era el protagonista o en «Paseantes» las grandes superficies de pintura sintética lo integraban por su reflejo, los jardines involucran el espacio y el tiempo, en su estructura y su fenómeno.
Sin embargo no es el continuo espacial o temporal, no es la metáfora existencial. Es la confrontación, es la resistencia. José Horacio Martínez recompone desde el fragmento la totalidad. No es una verdad absoluta, única e indivisible. Es la suma de verdades y realidades, de experiencias, de sensaciones y emociones, donde el vacío se convierte en protagonista. Los «Jardines» de Martínez son un juego de probabilidades que remiten a lo azaroso, a lo incierto. La fragmentación y la recomposición de la totalidad nos evidencian el plano de la pintura, de manera similar a las trazas esgrafiadas de sus pinturas de los años 90. Estas trazas se magnifican hoy. Esos fragmentos se independizan y se establecen como unidades, que a su vez conforman nuevas totalidades, nuevas realidades y nuevas verdades, dependiendo del orden en que se ubiquen. Lo universal es ahora subjetivo y relativo, depende de cada uno de nosotros. Es el llamado a una nueva posición, a una nueva ética, propia de estos tiempos.
Carlos Fernando Quintero, 2004