Explora realidades que son escenificadas, y deambulan entre la penumbra, lo íntimo, el silencio y lo misterioso, que logran suspender el tiempo y penetrar en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia, entre la realidad y la ficción. Su trabajo fotográfico se acerca más al ámbito de lo pictórico que a lo fotográfico. La unión entre su propia inspiración influenciada por la pintura renacentista, barroca y flamenca dan como resultado escenas en las que el estereotipo, el arquetipo y el icono son el eje principal de un mundo en el que confluyen realismo y fantasía. La figura infantil en la fotografía de Duque, es investida con una adultez intrínseca y un aire de superioridad, que confronta los estereotipos culturales e históricos del espectador hasta llevarlo a la intimidación.
TEXTOS
Paisajes, retratos de niños, escenas derivadas de la historia del arte, conforman la presente exposición de Adriana Duque. Cada imagen, sin renunciar a su individualidad, se carga de la complejidad simbólica que tiene lo negro y oscuro en nuestra cultura y psicología colectiva.
Un grupo de fotografías nos evoca la mirada romántica que vinculaba el paisaje a un estado del alma. Son imágenes brumosas, imprecisas, enmarcadas en un claro-oscuro que torna borrosas las formas y donde la luz y la oscuridad, lejos de oponerse, parecen gestarse mutuamente. Esta serie de pasisajes que se presenta en el Espacio Proyectos de la Galería El Museo, reúne fotografías tomadas por la artista en Italia, y constituye un grupo homogéneo de imágenes que muestran, enigmáticamente, senderos, vías sin origen ni destino, en medio de la nada, sin presencia humana, o mejor, donde lo humano se presenta o presiente en tanto que ausente.
Los retratos son una tradición en las artes occidentales. A través de ellos se intenta dar cuenta del alma del retratado, pretensión radicalizada en los retratos infantiles que nos presenta Adriana Duque en esta muestra. Niños y niñas nos miran desde la distancia, desde un fondo oscuro, desde un tiempo pasado y lejano, desde un universo espectral, desde la propia noche psíquica que parece definirlos. Allí reside la inescrutable fuerza de su mirada y esa callada intensidad situada más allá del lenguaje; hay algo en su infinita mirada no alcanzado por la palabra y que desborda la idílica e idealizada concepción que tenemos de los niños.
En otro grupo de retratos los encuadres se distancian de la frontalidad y el primer plano para dejarnos ver un escenario propio de las representaciones de princesas del arte flamenco. Por la oscuridad y por la palidez espectral de los rostros, se cargan de misterio, de algo detenido fuera del tiempo, o se sitúan en un tiempo en el que se citan diversas temporalidades. En algunas de ellas encontramos una zona escondida, en la parte posterior de la escena, que interroga y perturba el orden y la coherencia de la representación, se trata del asomo de un recinto campesino colombiano. Como si detrás de lo manifiesto se escondiera otra realidad, como si detrás de un mundo mágico e ilusorio de procedencia europea emergieran esas realidades locales. Ese montaje de tiempos y espacios desiguales se suma a la ambigüedad causada tanto por la penumbra como por los envíos y reenvíos entre el espacio fotográfico y el espacio pictórico, entre la sensación de realidad fotográfica y la ficción pictórica, entre la claridad de la presencia y la oscuridad de lo ausente o perdido.
Retratos de niñas viajan a través del tiempo para tomar el lugar de las mujeres de Vermeer, salvo que en esta oportunidad la escena es nocturna. La distancia y oscuridad apenas se ve alterada por una luz que penetra suavemente por la ventana del costado izquierdo, dejando ver la extrema palidez de las niñas. Todas ellas se encuentran suspendidas en el tiempo, ritualizando los actos que emprenden como el tejer o leer.
Se trata de niñas-mujeres situadas en recintos nocturnos e íntimos en estado de espera, como queriendo señalar la profundidad femenina de esa condición. Situadas cerca de la ventana, miran hacia afuera, receptivas a ser fecundadas por alguna presencia. Pero, como en el arquetipo mismo de la espera en su sentido bíblico, se trata de un estado emocional que no riñe con el presente, por el contrario, es una presencia plena, una presencia que por su lentitud ritualiza el momento presente. La espera emerge como forma de ser, como identidad generosa y profunda, mientras ella acontece se tejen mundos y la vida se llena de una profunda intimidad. Lo femenino espera, la espera es femenina.
Las imágenes de Adriana Duque trabajan sobre el tiempo, el tiempo muerto, el tiempo en el que aparentemente no sucede nada, el tiempo que se sale del tiempo, el tiempo suspendido, el tiempo de la espera. La exposición se completa con un tríptico de videos que terminan por consolidar estas sensaciones. Al borde del silencio y la quietud, los tres videos suspenden la vida en sus ritmos cotidianos para introducirnos en un tiempo otro. Desde un movimiento lento interpelan y animan el resto de las imágenes estáticas, como si todas se orquestaran en ese ritmo detenido.
La exposición nos revela personajes que se definen por lo escondido, íntimo, solitario, ensimismado y silencioso. Ellos nos introducen en un mundo en contravía a una cultura amante de lo claro, lo bullicioso, lo certero y lo preciso. El mundo de Adriana Duque sospecha de lo visible, de lo colectivo, de lo ruidoso, y se encamina a la búsqueda de lo apenas entrevisto, del secreto y la soledad. Quizás podríamos terminar apelando a Pascal Quinard: “ tal vez hay que poner en silencio el lenguaje y volver a dirigirse al mundo un poco más silencioso, un poco más desobediente, un poco más confuso”.
Javier Gil
Es una serie de imágenes fotográficas suspendidas en un momento incierto de tiempo y espacio. Cada una de ellas se relaciona con diversas representaciones provenientes del mundo de la pintura, específicamente de la pintura de género holandesa de mediados del siglo XVII.
Tomando como punto de referencia la obra de Vermeer, los personajes evocan el atemporal mundo de la infancia. Una especie de niñas-mujeres viajan a través del tiempo para tomar el lugar de las mujeres de Vermeer, salvo que en esta oportunidad la escena se enmarca en un escenario oscuro, como evocando un estrato escondido, o un tiempo enterrado en lo profundo. La distancia y oscuridad apenas se ve revelada por una luz que penetra suavemente por la ventana del costado izquierdo, dejando ver la extrema palidez de las niñas. Semejante composición, de paso, evoca la lógica de las Anunciaciones con sus correspondientes complejidades simbólicas.
La lechera, la niña que lee la carta frente a la ventana, la niña del arete de perla, se presentan desarrollando actos casi que rituales, insinuados a través de retratos ambientados en pequeños espacios re-creados. Los niños, emergiendo de la penumbra, parecen querer susurrar algo pasado, algo íntimo, algo que solo puede ser dibujado por la luz proyectada siempre desde la misma ventana. Dicha luz se reinventa en diversos juegos de filigranas, como un personaje más del encuadre, como un elemento re-velador de un acto tan cotidiano como sagrado.
El rol femenino, representado en la repetición de ciertos gestos cotidianos, la contemplación del pasar de las horas y los siglos desde el interior de una estrecha cocina o de un cuarto, las mesas habitadas por objetos cargados por esa misma atmosfera, configuran una suerte de tiempo detenido. La suspensión ritual de los actos que emprenden los personajes es paralela a la suspensión de tiempos que ofrecen las imágenes. Las fotografías de Adriana Duque se construyen como una relación de tiempos, tanto sicológicos como históricos y artísticos: en sus imágenes convergen momentos, dimensiones psíquicas, momentos de la Historia del Arte.
El misterio, al menos parcialmente, radica en esa sensación de simultánea familiaridad y lejanía. La familiaridad y proximidad de una imagen actual representando a unos niños, pero la distancia y extrañeza que anida en imágenes dotadas de una alteridad inatrapable. En ellas sentimos tanto la inexplicable alteridad de la infancia como la no menos sorprendente alteridad de una temporalidad múltiple.
Los videos adquieren la apariencia de cuadros fotográficos, pero el lento movimiento de los personajes atrapados en el marco bidimensional evidencia -una vez más- una relación plural de tiempos y un tenso diálogo entre el movimiento y la inmovilidad e imperturbabilidad de las escenas fotográficas.
Javier Gil
Frente a la imagen estereotipada, oficial y turística de Venecia, imagen que se agota en su visión inmediata, imagen absolutamente clara y plana, Adriana Duque nos entrega otro escenario. Se trata de una Venecia detenida en su desolación, una Venecia en penumbra, profunda, inasible, extraña. Es la profundidad que solamente otorga lo nocturno, y sobre todo lo nocturno referido a una hondura más psíquica que física, una hondura que las luces de la razón apenas alcanzan a insinuar. Protegida por la noche, su imágenes dejan ver fabulaciones insólitas y poco compatibles con esa mirada clara y distinta, esa mirada racional y precisa que ubica nítidamente objetos y personas.
Ese otro escenario, nocturno y oculto, cargado de una rara densidad, solo es poblada por ratones que también parecen aludir metafóricamente a algo distinto de los ratones físicos. Muy relacionados en su tamaño y disposición a los seres humanos son asociables a otras dimensiones del mismo ser humano, quizás a dimensiones alojadas al otro lado de la razón. Parece, entonces, que la Venecia ha sido habitada por seres procedentes de las proyecciones fantasiosas y fantasmales de la artista. Adriana Duque nos recuerda que toda ciudad tiene sus universos ocultos; universos que solamente esperan que algún artista, a través de una mirada inusual, los libere del encierro a los que la somete la visión diurna. Quizás, por ello, los títulos de las fotografías: “Ventanas”, “Arribo”, “Puente”, “Noche”. Todos nos hablan de un pasaje a otro lado, a otro lado de la ciudad. Quizás por todo ello el título de la serie: “Corte escondida”. O, porque no, “corte….,escondida”
Javier Gil